Historia precuela del Espejo con Vitrales - VITRALES DE FUEGO
Precuela - Vitrales de Fuego- Parte 1
Por: Soledad de Los Ríos
Arribé al Aeropuerto de La Serena luego de un extenuante viaje sobre el mar desde Europa Occidental, y trayendo conmigo una carga que no es de mí agrado. Desconocía por completo que tenía un tío abuelo viviendo en Noruega, ¿Quién lo creería? Hasta que me dieron el aviso de la herencia y tuve que irme vestida con lo puesto para ir a reclamarla al otro lado del Océano Atlántico. Ahora me encuentro parada en una calzada escarchada en el terminal del dichoso aeropuerto, con un intento de abrigo color pardo, tratando de soportar el frío y la humedad de una madrugada de Julio que se cala por mis pulmones como hielo grueso y áspero intentando romperlos por dentro. No puedo dejar de titiritar en mi lugar, en tanto vigilo el raro vitral de metro y medio, envuelto en una tela de color sepia, e inclinado a una pared junto con mi pequeña maleta bordada en flores pálidas y desgatadas por el tiempo. ¿Por qué tendré que pasar en este suplicio helado?
Mis dientes no dejan de castañear en contra de mi voluntad, mis finos dedos se vuelven morados y arrugados como pasas secas, y ahora, mi cabeza se une al bailar tintineante de mi mandíbula, provocándome más malestar que paz. El frío y la impaciencia están jugando una mala pasada para mi salud, he comenzado a toser roncamente, en vano intento contactar con mi primo, quién se suponía debía recogerme a las 2:30 AM de la mañana, y ya eran casi las tres. Comencé a lanzar maldiciones al tiempo, a la poca gente que ahí se encontraba abrigada hasta los pies con sus ropas gruesas de lana entretejidas con cuero brillante a la luz de los tenues faroles, subiendo en sus cómodos autos con calefacción y asientos acolchados, y al celular de mi primo, del cual sólo recibía “fuera de servicio” cada cinco minutos. Luego de una eternidad, él llegó un cuarto de hora después en su camioneta roja Chevrolett del año 98, una carrocería desgastada en pintura como en sus parachoques. Al igual que yo, la máquina parecía también temblar por la helada seca y cortante, el rugido de su motor era grave y como si estuviera enfermo, dejando eructar su tubo escape sonoramente.
–¡Por fin llegas! Estoy congelándome hasta los huesos –le espeté furiosa, apenas moviéndome de mi sitio, mis piernas difícilmente respondía y ya perdía la sensibilidad en las plantas de los pies.
–¡Lo siento, lo siento! Los celulares no respondían y me quedé dormido.
Él bajo de un salto de su vieja carcasa que tanto ha podido cuidar por años, vestía su buzo azul de la bencinera con las franjas verdes de fosforescencia chillante con botas gruesas. A pesar de ser cinco años menores que yo, parecía que el tiempo se hubiera aumentado a diez más.
A sus 40 años, parecía que hubiera vivido el doble que yo, su tez era bronceada y arrugada, los ojos los tenía hundidos en medio de sus visibles ojeras, sus mejillas manchadas con el aceite de motor y el polvo, sus manos ásperas y arrugadas como ramas en otoño esforzándose en no ser arrancadas por el viento y su cabello era más un cúmulo de polvo y grasa formando gruesas hebras pegadas unas a otras. Pero yo no era quién para describir su condición, a mis 20 años de separada sin hijos ni más familiares cercanos que él, he tenido que trabajar arduamente en la Feria con su ayuda y sostener lo que pueda de mi vida.
No perdí el tiempo al indicarle lo que necesitaba que subiera a la parte de atrás y, como pude, agarré mi maleta para abordar de inmediato al asiento del copiloto e intentar entrar en calor. Mi primo tenía un poco de dificultades para llevar consigo el vitral, pero logró asegurarlo con las sogas gruesas y ásperas que utiliza para la mercancía de la Feria. El arranque desgastado del motor rompió el silencio que se formó en ambos, y admito que no fui lo más agradable y agradecida con él, después de todo, me llevaría hasta la puerta de mi casa que está ubicada al interior de Coquimbo por el Valle del Elqui. A través de la penumbra carretera, que se mostraba ante nosotros como un túnel silencioso e indulgente para los transeúntes que recorren sus parajes, desconociendo la suerte que les aguarda en sus caminos impredecibles.
–José, siento lo de antes... –apenas articulé sin tener el valor suficiente para mirarle a la cara, perdiendo mi vista en aquellos escenarios de montaña que tanto anhelaba volver a ver después de mi sorpresivo viaje.
–Bueno, harto feo como me recibiste Sandrita, pero está bien, también fue mi culpa –me respondió, tratando de sonar lo más varonil posible, a lo que solté una risa que le llegó a contagiar.
El silencio volvió a reinar dentro de la vieja camioneta, hasta que José encendió su radio, que en un principio emitió sonidos rebuscados como piedrecillas cayendo sobre un tejado. No tuve ganas de reclamarle por los temas que sintonizó, el frío entumeció todo mi cuerpo. Arrullándome en el asiento con el vaivén constante del motor y apoyando mi cabeza en la ventanilla, mi vista se perdía en el vacío de sombras formadas por los pastizales, viñedos y sembrados que pasaban ante mí como un mar negro sin viento ni oleaje. La irritante música de mi primo se perdió a mis sentidos, como si la negrura de los campos la absorbiera hasta quedar un vacío en mi cabeza, mis párpados comenzaron a sentirse pesados, mi respiración empañaba el vidrio paulatinamente, me sentía absorbida por la comodidad del asiento, finalmente, todo desapareció envolviéndose en heladas tinieblas. Un viento frío golpeó mi rostro seguido de un golpe seco que me sobresaltó hasta el punto de hacerme chocar mi cabeza con el techo del auto.
–Ya llegamos prima ¿Necesitas una aspirina? –pronunció sus últimas palabras en tono de burla, a lo que respondí con un bufido.
Mi humilde morada, una casa colonial reconstruida hace más de 50 años atrás con retoques góticos que adornan su umbral con un arco conoptal como en las maltrechas ventanas de arco tudor. Igualmente le fue incluido un segundo piso de ladrillo, que antes servía como sala de estudio para los más cultos de mis antepasados, hasta que fue convertida en un ático, que más llenado de tesoros familiares se volvió un nido de arañas peludas, madera podrida, metal oxidado y uno que otro roedor indeseable que pasaba por ahí, por lo cual muy pocas veces me he atrevido a entrar a tan sucio lugar. El musgo y las enredaderas están pegadas en las paredes amarillentas y el techo color canela, fundiéndose armoniosamente con la construcción a través de las grietas y fisuras que el tiempo ha ampliado lentamente. Apresurándome a abrir la puerta apolillada, no noté que José por poco cae debido al peso del vitral, hasta que lo oí quejarse por el peso del objeto que por poco le aplasta la cabeza. Encendí la luz tintineante del estrecho pasillo y fui recibida por una vieja amiga, mi gata de Bengala maullándome repetidamente desde el otro lado, erizando molesta sus pelos castaños y sus ojos verde oliva entrecerrados maliciosamente.
–Ven Pinina –le llamé como acostumbro, pero el animal sólo dio un maullido largo y grave, bajando su cabeza y levantando su cola encrespada. Y dando media vuelta, se adentro a las habitaciones que seguían en tinieblas. – ¡Vaya gata malhumorada! –volteé para ayudar a mi primo, que de nuevo, se veía perjudicado por el peso del dichoso vitral.
– ¿Malhumorada dices? Esa gata es tu viva imagen.
–Guarda tus comentarios, y asegura esta cosa, que empieza a resbalarse de mis manos.
– ¿Dónde lo vas a poner? –me preguntó de pronto, a lo que yo me detuve a pensar en dos segundos. El vitral era demasiado pesado, por lo que debería de ponerle en un lugar en que ya no se volvería a sacar.
–En el segundo piso, debo aprovechar ya que estás aquí –fue mi respuesta de niña malcriada.
–A veces no entiendo como dejó que hagas lo que quieras conmigo.
–Tal vez porque somos familia.
–No abuses de eso.
Con el paso más firme que pudimos, atravesamos el pasillo hasta llegar al comedor, pasando con extremo cuidado por los muebles apenas iluminados, hasta llegar a la puerta que daba al patio. Una vez afuera, apenas pude dar con la escalera empinada de metal, fijada a la pared y que dirigía al segundo piso. Fue una proeza en verdad, el subir por los peldaños humedecidos sin caernos o resbalarnos.
Es cierto que no visitaba con frecuencia ese lugar de la casa, pero nunca antes el recorrer ese trecho me había parecido interminable, y por no decir, escalofriante. Nuestros pasos lentos y pesados se volvían ecos metálicos que recorrían cada parte de mi hogar, cada rincón, cada grieta y agujero que conociera o ignorara su sola existencia a lo largo de mi vida. Apenas logramos llegar a nuestro destino, mis manos ya no podían el peso y comenzaban a sudar, por lo que en un rápido movimiento, saqué el pestillo oxidado de la puerta y la pateé de par en par, causando un estruendo tal, que toda la casa tembló por unas fracciones de segundo.
Caminamos sobre la madera pálida que no dejaba de rechinar bajo nuestros cansados pies, en cuánto nos adentramos a unos seis pasos, dejamos caer el pesado vitral. Por un instante creí que el piso apolillado llegaría a romperse por ese grueso marco metálico que sostenía los delgados vidrios, los cuáles estoy segura, no me dejarán dormir por unas cuantas noches debido a su nefasto contenido. Cuando por primera vez vi ésta pieza en las tierras de Noruega, no he dejado de pensar en qué clase de individuo era este misterioso tío abuelo de parte de mi madre, y cuál sería el significado para su intrínseco gusto por el arte, sí el contenido de ese vitral podría llamarse así, pero lo más importante ¿Por qué me lo ha legado? ¿Por qué de todos sus muchos familiares en esos dominios Europeos, cercanos a él, me escogió? ¿Tal vez por qué ninguno lo quería y yo hubiese sido la última elección?
– ¿Qué hay dentro de esta manta? –me consultó José, sacándome de mi momento de reflexión.
–Sólo un vitral de lo más desagradable –le dije, en tanto trataba de sacarlo de ahí.
–Oh vamos, quiero echarle un vistazo.
José se acercó a la tela y comenzó a quitarla impacientemente, fue entonces cuando reparé en algo que no había notado antes. Ese vitral, ese raro y extraño vitral, había quedado exactamente; limpiamente en el centro dónde da la luz del único ventanal redondo en medio de la habitación. Cuándo la tela cayó al suelo como seda delante de mis ojos, los rayos luminosos de la luna llena dieron de lleno en los cristales reflejando la imagen en el suelo del viejo ático. Mi primo retrocedió unos pasos un poco espantado y desconcertado ante el suntuoso cuadro, yo sólo aparté la vista por un segundo, luego lo tomé de su brazo y lo saqué del cuarto sin decir ninguna palabra.
Mis dientes no dejan de castañear en contra de mi voluntad, mis finos dedos se vuelven morados y arrugados como pasas secas, y ahora, mi cabeza se une al bailar tintineante de mi mandíbula, provocándome más malestar que paz. El frío y la impaciencia están jugando una mala pasada para mi salud, he comenzado a toser roncamente, en vano intento contactar con mi primo, quién se suponía debía recogerme a las 2:30 AM de la mañana, y ya eran casi las tres. Comencé a lanzar maldiciones al tiempo, a la poca gente que ahí se encontraba abrigada hasta los pies con sus ropas gruesas de lana entretejidas con cuero brillante a la luz de los tenues faroles, subiendo en sus cómodos autos con calefacción y asientos acolchados, y al celular de mi primo, del cual sólo recibía “fuera de servicio” cada cinco minutos. Luego de una eternidad, él llegó un cuarto de hora después en su camioneta roja Chevrolett del año 98, una carrocería desgastada en pintura como en sus parachoques. Al igual que yo, la máquina parecía también temblar por la helada seca y cortante, el rugido de su motor era grave y como si estuviera enfermo, dejando eructar su tubo escape sonoramente.
–¡Por fin llegas! Estoy congelándome hasta los huesos –le espeté furiosa, apenas moviéndome de mi sitio, mis piernas difícilmente respondía y ya perdía la sensibilidad en las plantas de los pies.
–¡Lo siento, lo siento! Los celulares no respondían y me quedé dormido.
Él bajo de un salto de su vieja carcasa que tanto ha podido cuidar por años, vestía su buzo azul de la bencinera con las franjas verdes de fosforescencia chillante con botas gruesas. A pesar de ser cinco años menores que yo, parecía que el tiempo se hubiera aumentado a diez más.
A sus 40 años, parecía que hubiera vivido el doble que yo, su tez era bronceada y arrugada, los ojos los tenía hundidos en medio de sus visibles ojeras, sus mejillas manchadas con el aceite de motor y el polvo, sus manos ásperas y arrugadas como ramas en otoño esforzándose en no ser arrancadas por el viento y su cabello era más un cúmulo de polvo y grasa formando gruesas hebras pegadas unas a otras. Pero yo no era quién para describir su condición, a mis 20 años de separada sin hijos ni más familiares cercanos que él, he tenido que trabajar arduamente en la Feria con su ayuda y sostener lo que pueda de mi vida.
No perdí el tiempo al indicarle lo que necesitaba que subiera a la parte de atrás y, como pude, agarré mi maleta para abordar de inmediato al asiento del copiloto e intentar entrar en calor. Mi primo tenía un poco de dificultades para llevar consigo el vitral, pero logró asegurarlo con las sogas gruesas y ásperas que utiliza para la mercancía de la Feria. El arranque desgastado del motor rompió el silencio que se formó en ambos, y admito que no fui lo más agradable y agradecida con él, después de todo, me llevaría hasta la puerta de mi casa que está ubicada al interior de Coquimbo por el Valle del Elqui. A través de la penumbra carretera, que se mostraba ante nosotros como un túnel silencioso e indulgente para los transeúntes que recorren sus parajes, desconociendo la suerte que les aguarda en sus caminos impredecibles.
–José, siento lo de antes... –apenas articulé sin tener el valor suficiente para mirarle a la cara, perdiendo mi vista en aquellos escenarios de montaña que tanto anhelaba volver a ver después de mi sorpresivo viaje.
–Bueno, harto feo como me recibiste Sandrita, pero está bien, también fue mi culpa –me respondió, tratando de sonar lo más varonil posible, a lo que solté una risa que le llegó a contagiar.
El silencio volvió a reinar dentro de la vieja camioneta, hasta que José encendió su radio, que en un principio emitió sonidos rebuscados como piedrecillas cayendo sobre un tejado. No tuve ganas de reclamarle por los temas que sintonizó, el frío entumeció todo mi cuerpo. Arrullándome en el asiento con el vaivén constante del motor y apoyando mi cabeza en la ventanilla, mi vista se perdía en el vacío de sombras formadas por los pastizales, viñedos y sembrados que pasaban ante mí como un mar negro sin viento ni oleaje. La irritante música de mi primo se perdió a mis sentidos, como si la negrura de los campos la absorbiera hasta quedar un vacío en mi cabeza, mis párpados comenzaron a sentirse pesados, mi respiración empañaba el vidrio paulatinamente, me sentía absorbida por la comodidad del asiento, finalmente, todo desapareció envolviéndose en heladas tinieblas. Un viento frío golpeó mi rostro seguido de un golpe seco que me sobresaltó hasta el punto de hacerme chocar mi cabeza con el techo del auto.
–Ya llegamos prima ¿Necesitas una aspirina? –pronunció sus últimas palabras en tono de burla, a lo que respondí con un bufido.
Mi humilde morada, una casa colonial reconstruida hace más de 50 años atrás con retoques góticos que adornan su umbral con un arco conoptal como en las maltrechas ventanas de arco tudor. Igualmente le fue incluido un segundo piso de ladrillo, que antes servía como sala de estudio para los más cultos de mis antepasados, hasta que fue convertida en un ático, que más llenado de tesoros familiares se volvió un nido de arañas peludas, madera podrida, metal oxidado y uno que otro roedor indeseable que pasaba por ahí, por lo cual muy pocas veces me he atrevido a entrar a tan sucio lugar. El musgo y las enredaderas están pegadas en las paredes amarillentas y el techo color canela, fundiéndose armoniosamente con la construcción a través de las grietas y fisuras que el tiempo ha ampliado lentamente. Apresurándome a abrir la puerta apolillada, no noté que José por poco cae debido al peso del vitral, hasta que lo oí quejarse por el peso del objeto que por poco le aplasta la cabeza. Encendí la luz tintineante del estrecho pasillo y fui recibida por una vieja amiga, mi gata de Bengala maullándome repetidamente desde el otro lado, erizando molesta sus pelos castaños y sus ojos verde oliva entrecerrados maliciosamente.
–Ven Pinina –le llamé como acostumbro, pero el animal sólo dio un maullido largo y grave, bajando su cabeza y levantando su cola encrespada. Y dando media vuelta, se adentro a las habitaciones que seguían en tinieblas. – ¡Vaya gata malhumorada! –volteé para ayudar a mi primo, que de nuevo, se veía perjudicado por el peso del dichoso vitral.
– ¿Malhumorada dices? Esa gata es tu viva imagen.
–Guarda tus comentarios, y asegura esta cosa, que empieza a resbalarse de mis manos.
– ¿Dónde lo vas a poner? –me preguntó de pronto, a lo que yo me detuve a pensar en dos segundos. El vitral era demasiado pesado, por lo que debería de ponerle en un lugar en que ya no se volvería a sacar.
–En el segundo piso, debo aprovechar ya que estás aquí –fue mi respuesta de niña malcriada.
–A veces no entiendo como dejó que hagas lo que quieras conmigo.
–Tal vez porque somos familia.
–No abuses de eso.
Con el paso más firme que pudimos, atravesamos el pasillo hasta llegar al comedor, pasando con extremo cuidado por los muebles apenas iluminados, hasta llegar a la puerta que daba al patio. Una vez afuera, apenas pude dar con la escalera empinada de metal, fijada a la pared y que dirigía al segundo piso. Fue una proeza en verdad, el subir por los peldaños humedecidos sin caernos o resbalarnos.
Es cierto que no visitaba con frecuencia ese lugar de la casa, pero nunca antes el recorrer ese trecho me había parecido interminable, y por no decir, escalofriante. Nuestros pasos lentos y pesados se volvían ecos metálicos que recorrían cada parte de mi hogar, cada rincón, cada grieta y agujero que conociera o ignorara su sola existencia a lo largo de mi vida. Apenas logramos llegar a nuestro destino, mis manos ya no podían el peso y comenzaban a sudar, por lo que en un rápido movimiento, saqué el pestillo oxidado de la puerta y la pateé de par en par, causando un estruendo tal, que toda la casa tembló por unas fracciones de segundo.
Caminamos sobre la madera pálida que no dejaba de rechinar bajo nuestros cansados pies, en cuánto nos adentramos a unos seis pasos, dejamos caer el pesado vitral. Por un instante creí que el piso apolillado llegaría a romperse por ese grueso marco metálico que sostenía los delgados vidrios, los cuáles estoy segura, no me dejarán dormir por unas cuantas noches debido a su nefasto contenido. Cuando por primera vez vi ésta pieza en las tierras de Noruega, no he dejado de pensar en qué clase de individuo era este misterioso tío abuelo de parte de mi madre, y cuál sería el significado para su intrínseco gusto por el arte, sí el contenido de ese vitral podría llamarse así, pero lo más importante ¿Por qué me lo ha legado? ¿Por qué de todos sus muchos familiares en esos dominios Europeos, cercanos a él, me escogió? ¿Tal vez por qué ninguno lo quería y yo hubiese sido la última elección?
– ¿Qué hay dentro de esta manta? –me consultó José, sacándome de mi momento de reflexión.
–Sólo un vitral de lo más desagradable –le dije, en tanto trataba de sacarlo de ahí.
–Oh vamos, quiero echarle un vistazo.
José se acercó a la tela y comenzó a quitarla impacientemente, fue entonces cuando reparé en algo que no había notado antes. Ese vitral, ese raro y extraño vitral, había quedado exactamente; limpiamente en el centro dónde da la luz del único ventanal redondo en medio de la habitación. Cuándo la tela cayó al suelo como seda delante de mis ojos, los rayos luminosos de la luna llena dieron de lleno en los cristales reflejando la imagen en el suelo del viejo ático. Mi primo retrocedió unos pasos un poco espantado y desconcertado ante el suntuoso cuadro, yo sólo aparté la vista por un segundo, luego lo tomé de su brazo y lo saqué del cuarto sin decir ninguna palabra.
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